La
situación de Venezuela continúa agravándose año tras año. Si se cumplen
las proyecciones de los organismos multilaterales para 2018, el país
habrá perdido cerca del 50 por ciento de
su producto interno bruto en cinco años. Esta caída se encuentra entre
las catástrofes económicas más grandes de los últimos sesenta años, por
encima de Zimbabue entre 2002 y 2008, y comparable solo con la de países
que fueron soviéticos luego de la transición del comunismo. O a la de
conflictos bélicos como los de Irak, Liberia, Libia y Sudán del Sur en
las últimas tres décadas.
A
medida que se deterioran las condiciones del país, también cambian las
estrategias y los apoyos requeridos para lograr su recuperación. Veinte
años de chavismo han dejado a Venezuela en una condición de invalidez
tal que rescatarla va a requerir ayuda internacional en la acepción más
clásica del término. América Latina y la comunidad internacional deben
entenderlo así y asumir el rescate de la nación latinoamericana como una
urgencia.
Desde
2013 hemos venido trabajando en los lineamientos de un plan de rescate
para “el día después” del fin del régimen chavista. En septiembre de
2014, propusimos una reestructuración de la deuda con
el fin de evitar el colapso inminente y compartir las cargas del ajuste
de manera más equitativa entre los venezolanos y los acreedores de
deuda pública externa. A finales de 2015, alertamos sobre la catástrofe humanitaria que se aproximaba. A principios del año 2016, propusimos acompañar la reestructuración con un programa de asistencia extraordinaria con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Trabajando con un grupo de economistas venezolanos, calculamos que en
aquel entonces se requerían 54.000 millones de dólares en cinco años;
una cantidad similar —diez veces la cuota del país— a la ayuda que el
FMI le dio a Grecia en 2010 y a Argentina hace algunos meses. Los
resultados los recogimos en una propuesta para rescatar el bienestar de los venezolanos que hicimos pública en 2017.
Pero
el día después no ha llegado y el futuro ya no es lo que era antes. Al
actualizar nuestros estimados con los datos más recientes, hemos tomado
conciencia de que los 54.000 millones de dólares que propusimos el año
pasado ya no alcanzan. La causa de esta insuficiencia es la enorme
destrucción de valor en los últimos doce meses. De acuerdo con un reciente reporte de
la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), en mayo de
este año la producción petrolera de Venezuela fue 570.000 barriles por
día inferior a la de mayo de 2017, una caída del 29 por ciento. Esta
diferencia representa unos 12.000 millones de dólares anuales, cifra
similar al total de las importaciones del año pasado, y equivalente a
140 por ciento de las reservas internacionales del país. Además, han
colapsado los sistemas de refinación, generación eléctrica, agua, gas
doméstico y salud, y se han ido del país más de un millón de venezolanos.
Nuestro
problema ya no se puede resolver solo con una reestructuración de deuda
más profunda o con un programa de asistencia financiera más grande.
Aunque los fondos de los organismos multilaterales —como el FMI— vienen a
tasas de interés muy bajas, estos préstamos deben ser repagados. Las
normas del FMI requieren que el país sea lo suficientemente solvente en
un plazo razonable como para poder emitir deuda a tasas de mercado, a
fin de devolver los préstamos obtenidos. Dados los daños registrados en
los últimos doce meses, la necesidad de fondos adicionales sería de tal
magnitud, que el país quedaría sobrendeudado y perdería la posibilidad
de acudir a los mercados financieros para repagarle al FMI.
Una
comparación simple puede ayudar a comprenderlo: si a una persona, con
buena salud, se le quema la casa que compró mediante una hipoteca, es
difícil que pueda adquirir otra con otro préstamo, y salir adelante con
dos hipotecas. Por lo mismo, los bancos le prestarán el crédito para una
segunda hipoteca solo si se elimina la primera. Pero si, además, la
persona perdió la salud y se encuentra incapacitada para trabajar a
ritmo normal durante algunos años, los bancos no le prestarán para la
vivienda a menos de que otros aporten parte del capital.
Lo
mismo ocurre con Venezuela. Ya no es una de esas naciones que pueden ir
a los mercados financieros cuando lo necesiten. Tampoco es de los
países de ingresos medios, que no lo pueden hacer, pero sí pueden
recurrir a préstamos ordinarios de organismos multilaterales. Hoy en día
Venezuela es un país pobre, altamente endeudado, que no podrá salir
adelante solamente con pedir prestado. Para estos países se creó otro
recurso: las donaciones.
Lea la nota completa en The New York Times
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