Ante mis ojos tengo la distorsión económica en su máxima expresión. Pido una caja de fósforos y no la puedo pagar porque no aceptan bolívares. Casi al mismo tiempo, una señora se acerca al mostrador y pregunta:
Por Héctor Escandell / infobae.com
– ¿En cuánto el kilo de cochino?
Sentado en una silla de plástico y con los pies descalzos sobre la tierra seca, un hombre responde con recia voz de llanero:
– A cinco mil quinientos el kilo, ¿cuántos te vas a llevar?
La mujer, que no queda muy conforme con la respuesta vuelve sobre el precio.
– ¿Pesos (colombianos) o Bolívares?
– A cinco mil quinientos el kilo, ¿cuántos te vas a llevar?
La mujer, que no queda muy conforme con la respuesta vuelve sobre el precio.
– ¿Pesos (colombianos) o Bolívares?
El hombre se levanta de la silla y con risa de burla y molestia replica:
– Pesos, mi amor. ¿Qué es eso de bolívares?, aquí la moneda es el Peso.
– Pesos, mi amor. ¿Qué es eso de bolívares?, aquí la moneda es el Peso.
“Nadie acepta esos bolívares, eso no sirve pa’ nada”, dice tajantemente.
Cabizbaja, la mujer se acercó al marrano colgado de un árbol y pidió que le pesaran una paleta.
Cabizbaja, la mujer se acercó al marrano colgado de un árbol y pidió que le pesaran una paleta.
– Aquí tienes, un kilo y medio.
La transacción cerró en 8.250. Ella
se sacó del sostén unos billetes enrollados y, como quien suelta un
tesoro, se los pasó al hombre que se quitaba la grasa de las manos con
un camisa sucia y rota.
Con el último palito de fósforo que
me quedaba prendí un cigarro y me fui a buscar otro lugar para comprar
más. Junto al drama político, el descalabro económico es de las cosas que más pegan en la moral del venezolano. No poder pagar lo más básico da vergüenza. Trabajar y no poder comprar lo mínimo es de las injusticias más penosas.
Llegué a la frontera el sábado por la tarde, cené dos perros calientes y un vaso de jugo.
La cuenta alcanzó los siete mil pesos. Representa más de la mitad de lo
que se ganan los empleados públicos. Mi viaje es de trabajo. No de
placer. En Guasdualito la gente se las arregla como puede. Los
campesinos siembran la tierra y venden sus pequeñas cosechas de plátano,
ají, yuca, arroz y maíz a los comerciantes que las pagan en pesos. La moneda colombiana es la que marca la dinámica económica de este destartalado pueblo de los llanos.
Alguna vez fue tierra petrolera y próspera.
Dice un hombre que nos invitó a pasar el domingo en una pequeña finca.
“Un avión llegaba todos los días a las ocho de la mañana y se devolvía a
las cinco de la tarde, todos los días traían a los trabajadores de
Pdvsa. Esta era una zona de comercio y tránsito de gandolas que cruzaban
el país con azúcar, leche, ganado, cerdos, pollos, maíz…”, se le corta
la respiración. Suspira.
Este angosto lugar en el mapa
venezolano limita con el departamento de Arauca, una ciudad que creció
de la noche a la mañana y que hoy no se da abasto con la demanda de
los venezolanos que cruzan el río para comprar medicinas, jabón de
lavar ropa, pesticidas y herramientas para labrar los campos.
“Todo se compra allá”, me dice una compañera de trabajo. “En la última
quincena me pagaron 70 mil bolívares y cuando los cambié a pesos me
dieron 14 mil” -algo más de 4 dólares-. Con eso se pudo comprar unos
paquetes de arroz, harina y huevos. No más.
En el Alto Apure
-Guasdualito-, poco circula el Dólar, el Euro casi no se conoce, pero
sus habitantes son unos matemáticos a la hora de calcular el valor de
los productos en moneda colombiana. “Mil pesos son -hoy-, 7.699
bolívares”, me explica que el valor cambia dos veces al día y que se
calcula dividiendo el monto en pesos entre la taza del momento -0,13 a
esta hora-. Aquí la mayoría de la gente no sabe el concepto de la
economía de mercado, pero lo aplican a la perfección. No están muy
interesados en las cifras macroeconómicas, pero se saben de cabo a rabo
las leyes de la oferta y la demanda. No conocen el famoso Petro del
Gobierno, pero si del riesgo que representan los grupos armados que
controlan las sabanas y los pasos ilegales de la vasta frontera.
Frontera de armas tomar
Los habitantes de estos pueblos hablan de los grupos “irregulares”
sin especificar nada. Ninguno tiene nombre propio, no se identifica en
voz alta a los que patrullan por las noches e impiden la libre
circulación de los ciudadanos. Nadie se atreve a denunciar las arbitrariedades porque presume su destino.
Los dueños de las fincas aceptaron los impuestos que deben pagar
constantemente a esos grupos para mantenerse a salvo. Para resguardar el
ganado y la libertad de seguir produciendo.
“Los grupos armados controlan todo”, relata un hombre que prefiere no decirme su nombre. “Mensualmente mandan a una comisión a recoger el pago de la vacuna“,
-así se le llama al pago que hacen por extorsión-. La cuota se puede
entregar en Pesos o Dólares, también aceptan vacas, leche o pollos.
Todos los insumos para la
producción se compran en Arauca, “por eso es por lo que vendemos la
mercancía en Pesos, el Bolívar ya no existe. Lo que falta es que un día de estos Colombia nos ponga una bandera en la plaza y nombre un gobernador“. Según este hombre, el Estado venezolano se olvidó de estos parajes. “Hasta los niños prefieren estudiar del otro lado“.
El anuncio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), no agarró por sorpresa a nadie. Los testimonios de los pobladores indican que nunca se fueron del todo. Aunque la región del Arauca es abiertamente controlada por del Ejército de Liberación Nacional (ELN), “las guerrillas ahora se comparten el negocio”, asegura un joven que ha visto -según su testimonio-, como ambos grupos montan retenes y se dividen los sectores. Siempre en armas, nunca en política. La presunción de los habitantes de la frontera es que volverán los atentados y las masacres. Lo probable es que recrudezcan los secuestros y los enfrentamientos con el ejército colombiano en los territorios que ahora ocupan los migrantes. Un peligro de padre y señor mío.
El anuncio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), no agarró por sorpresa a nadie. Los testimonios de los pobladores indican que nunca se fueron del todo. Aunque la región del Arauca es abiertamente controlada por del Ejército de Liberación Nacional (ELN), “las guerrillas ahora se comparten el negocio”, asegura un joven que ha visto -según su testimonio-, como ambos grupos montan retenes y se dividen los sectores. Siempre en armas, nunca en política. La presunción de los habitantes de la frontera es que volverán los atentados y las masacres. Lo probable es que recrudezcan los secuestros y los enfrentamientos con el ejército colombiano en los territorios que ahora ocupan los migrantes. Un peligro de padre y señor mío.
Ganarse la vida
Retomando el tema económico y las
distorsiones, hay que decir que los ciudadanos de la frontera se las
ingenian para sobrevivir. Un día a la vez. Hoy comemos, mañana veremos.
Los que están pensando en el futuro usan la creatividad para planificar
el día después. El momento en que el gobierno cambie y la sombra del
socialismo bolivariano no sea más que un mal recuerdo en sus vidas. La
inventiva sale a flote cuando el estómago está vacío. Familias enteras
improvisan emprendimientos para fabricar jabón o procesar la comida que
siembran y recolectan. La solidaridad también aflora y, con
ayuda de organizaciones internacionales, los más pobres comen y son
atendidos en improvisados campamentos de la Cruz Roja.
Llevo casi cinco días en la frontera y la película de vivir en Caracas -la capital- se me borró. En mi mente van quedando las interminables colas para comprar combustible y la piel reseca de los llaneros. Las carreteras destruidas -cual consecuencia de un bombardeo- y los cuerpos famélicos de los niños que juegan en la tierra seca. También el verdor de las sabanas y las vacas que presagian un mundo de oportunidades para salir de la ruina. Un ojalá se me ahoga en la incertidumbre de volver y no encontrar a la gente en la cuerda floja.
-Buenos días, ¿cuánto cuesta el pasaje hasta San Cristóbal? Le pregunto al chofer de un autobús.
-Ocho mil pesos. Me responde mientras agita las llaves para abrir un maletero.
– ¿Y en Bolívares?, insisto.
– 35 mil, pero en efectivo. Sentencia.
Llevo casi cinco días en la frontera y la película de vivir en Caracas -la capital- se me borró. En mi mente van quedando las interminables colas para comprar combustible y la piel reseca de los llaneros. Las carreteras destruidas -cual consecuencia de un bombardeo- y los cuerpos famélicos de los niños que juegan en la tierra seca. También el verdor de las sabanas y las vacas que presagian un mundo de oportunidades para salir de la ruina. Un ojalá se me ahoga en la incertidumbre de volver y no encontrar a la gente en la cuerda floja.
-Buenos días, ¿cuánto cuesta el pasaje hasta San Cristóbal? Le pregunto al chofer de un autobús.
-Ocho mil pesos. Me responde mientras agita las llaves para abrir un maletero.
– ¿Y en Bolívares?, insisto.
– 35 mil, pero en efectivo. Sentencia.
¿Quién carajo tiene efectivo en
este país?, pienso. Qué más. Voy a tomar este bus y luego les sigo
contando. Ahora voy a Táchira, a la otra frontera, a la que dicen que es
la más movida de América Latina.
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