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viernes, 11 de abril de 2008

LOS MONJES BUDISTAS O LAS INTUICIONES DE LOS OJOS CERRADOS de Teódulo López Meléndez

Los gobiernos no se inclinaron hacia la justicia y la paz y la felicidad aún brillan por su ausencia. Cuando se cumplieron los dos mil quinientos años de Parinirvāna a eso hemos debido llegar de acuerdo con la tradición budista. Transcurría el año de 1956 y América Latina, por ejemplo, estaba llena de dictaduras militares.

Sin embargo, por encima de la tradición milenarista, no debe sorprendernos la participación activa de los monjes en situaciones como la de la antigua Birmania (cambiado el nombre a Myanmar por la dictadura militar)
o con profundas raíces en la resistencia opuesta en el Tíbet a la dominación china. No son simplemente unos monjes con los ojos cerrados y que oran. En el budismo más que una deidad vive un profundo respeto hacia la dignidad del ser. La única proclama que hizo Buda de sí mismo fue la de un ser humano. El retiro, el aislamiento, la simple interioridad, es quizás lo que nosotros occidentales percibimos del budismo, olvidando la profunda sensibilidad que implica hacia lo humano y sus compromisos cívicos. Es lo que se ha dado en denominar una espiritualidad socialmente comprometida. Como parte de una interdependencia de todas las cosas, del cuidado de todo lo existente, es perfectamente comprensible la rebelión de los monjes contra las injusticias de este mundo, llámese dictadura militar en Birmania o atentado directo contra las tradiciones milenarias en el Tíbet.

No podemos, entonces, imaginarnos a unos monjes cuidadosos que miran la historia con aprehensión. Ellos encarnan una ética emancipatoria, una que incluye democracia, vigencia de la libertad de expresión y resistencia activa a lo que han denominado genocidio cultural en el Tíbet. Desde la dominación de los mongoles hasta la llegada de los jesuitas, el Tíbet gozó de una buena autonomía y es apenas en el siglo XVIII cuando China interviene directamente provocando los primeros hechos de violencia. Luego los ingleses al inicio del siglo XX hasta la concesión de la soberanía a China. El retorno del Dalai Lama y el regreso de la autonomía, es decir, tierra apetecible no solamente para los orientales sino también para los occidentales que jugaron con ella, divisiones para implantar la dominación, peón en el ajedrez internacional, olvidos largos, huidas, exilios, regresos y conspiraciones, toda una historia donde los pacientes pero no ajenos monjes tuvieron participación protagónica. No olvidemos que el
Dalai Lama reencarna y allí se estableció hasta nuestros días otro juego, otra posibilidad de maniobrar negando alguna reencarnación y designando a dedo otro por encima del método budista de producir la identificación.

El Tíbet ha vivido todas las peripecias chinas, desde la revolución cultural hasta nuestros días, sufriendo la erosión inducida de su cultura y de sus principios milenarios, una cultura inseparable de los principios religiosos. Una que se ha manifestado en profusa literatura, en el cine, en la pintura, en la escultura, en la danza, en el teatro y en la ópera.

Están, sí, encerrados en sus monasterios los monjes que han derramado sangre en Birmania y en Tíbet. Contemplan quizás lo movedizo de la realidad, pero no se trata de un ensimismamiento como podemos llamar al egoísmo como lo percibimos en occidente. Ellos legitiman su presencia en el mundo y marchan de la mano de la libertad, de la igualdad y de la tolerancia. Los monjes intuyen con los ojos cerrados, es una intuición que proviene de la interiorización en el espíritu y que marcha sin vacilaciones (lo han demostrado) hacia el mundo exterior mediante la rebelión y la resistencia contra las injusticias.

El aplastamiento chino del Tíbet actual, uno marcado por la movilización masiva de población, para hacer de aquel territorio alto una provincia china étnicamente considerada, muestra al mundo el lado oscuro del régimen de Beijing. Un régimen económicamente abierto, consumidor masivo de materias primas en aras de una industrialización galopante, pero uno que a pesar de haber aflojado algunos controles sigue siendo uno no democrático, uno regido por el Partido Comunista con la consecuente intolerancia hacia la disidencia. Le sucede a los chinos su colocación en vitrina en vísperas de unos Juegos Olímpicos donde intencionaban mostrase como un país disparado hacia el futuro sin freno y sin posibilidades de fracaso. Como en Birmania, donde los cibernautas se las arreglaron para enviar las imágenes y los testimonios de las matanzas, también en el Tíbet milenario las imágenes y las informaciones de la cultura global han brotado como hongos para alertar al mundo de una matanza, de un ataque feroz contra los aparentemente pasivos monjes de los ojos cerrados.


La historia está llena de la extinción de culturas y de civilizaciones. Sólo que casi ninguna estaba basada en la tolerancia (uso el casi para evitarme un gazapo, pero todas eran guerreristas, sacrificales, violentas y conquistadoras). En la América mestiza no encontramos ninguna marcada por la tolerancia, ni en los actuales México y Perú, donde las civilizaciones precolombinas conocieron inéditos marcos de avance y desarrollo, pero cuyas características eran la dominación y la intolerancia. Uno cree, así, en la imposibilidad de muerte de la cultura tibetana, y mucho menos de la pérdida del Buda, el que no era Dios, el que se hizo divino por la proclama de su condición de hombre.

No puede morir lo que se basa en la interiorización y el desprendimiento, lo que no obvia el compromiso con el mundo que está fuera de los monasterios, el mundo que puede verse desde los ojos cerrados y que puede nombrarse en el mantra cadencioso, pero que también se manifiesta en la calle obsequiando la sangre en aras de los principios. Asistimos a la expansión de la nueva potencia mundial, a una industrialización masiva que absorbe como esponja las materias primas, al emporio comercial que se exhibe en unos Juegos Olímpicos, a la China hambrienta de poderío y de dominio, a la nueva realidad de insurgencia en la escena mundial, pero allí, en las alturas, perviven no unas cuevas medievales sino, por el contrario, los eternos principios siempre renovados de un compromiso con la espiritualidad del hombre y con su presencia histórica. Los hombres siempre tendremos la intuición de los ojos cerrados de los monjes budistas, como forma de vida, como ejemplo de renuncia pero de solidaridad, y por supuesto a Buda, enmarcados por siempre en la tolerancia y el respeto hacia las demás religiones. Por siempre vivirá el
sabio nepalí llamado Siddhārtha Gautama, el ‘inteligente’ o ‘iluminado’, el hombre que se hizo Buda y que encontró el nirvana. Esa cultura es inextinguible.

tlopezmelendez@cantv.net

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